De niño nunca me gustó ir a casa de mi abuelita.
De niño nunca me gustó ir a casa de mi abuelita. No por ella, si no por su hermana: la tía Esther, a quien siempre le tuve miedo.
En especial después de lo que estoy por contarles.
Se trata de mi tía abuela, una señora ya grande, de unos ochenta y tres años al día de su muerte, muy alta y delgada como toda la familia de mi mama, siempre me pareció increíble que aun a esa edad midiera más del metro con ochenta. Pero además de su altura, había otros aspectos de ella que imponían temor: tenía un semblante serio en su rostro todo el tiempo, como si odiara a todo y a todos a su alrededor. Su nariz era delgada y respingada. Solía usar labial rojo en un tono opaco en sus delgados labios arrugados y mucha sombra sobre sus ojos, haciendo juego con sus pronunciadas ojeras. Sus pómulos eran altos, y siempre se peinaba con un chongo restirado que solo enfatizaba los aspectos macabros de su rostro.
Siempre vestía un vestido color vino con mangas largas, puños con olanes, y cuello alto. Tenía un rosario de madera que usaba como collar y un anillo de rubí en la mano derecha. La recuerdo paseando por los pasillos de la casa cual capataz de una prisión, tarareando una tétrica canción.
Mi mamá dice que desde que su tía enviudó, se quedó sola y se amargo. A raíz de su soledad, mi abuela, también viuda, se mudó con ella, por lo que terminaron viviendo juntas por el resto de sus vidas. Esto significa que para visitar a mi abuela, teníamos que ir a casa de la tía Esther.
No eran visitas que disfrutaramos mucho. Había muchas reglas que acatar en esa antigua casa, donde los pisos de madera rechinaban, las puertas se atoraban y las paredes crujían. Si bien mi abuelita no era estricta y siempre fue muy amorosa, su hermana era todo lo contrario. Nos prohibía a mí, a mis hermanos y a mis primos hacer mucho ruido, o correr por los grandes pasillos. Incluso algunas habitaciones estaban fuera de nuestro alcance, y si la tía Esther nos encontraba rompiendo una de aquellas múltiples reglas, nos propiciaba un castigo. Uno físico.
Primero, la tía se paraba en la puerta y usaba su anillo para tocar fuertemente en el marco tres veces, anunciando su presencia.
No era de muchas palabras, por lo que se limitaba a sujetarnos del hombro con su mano izquierda y darnos una cachetada con la derecha, dejando una marca roja en nuestras mejillas.
Tal vez sea por estas desagradables experiencias que cuando recibimos la noticia de que había fallecido de un paro respiratorio en su cama, no nos entristecimos...
El servicio funerario fue en la casa, ahora solamente de mi abuelita. Los nietos no teníamos más de 12 o 13 años, pero aun así estuvimos presentes. Después del servicio se sirvió la cena en el comedor y en la sala. Los más jóvenes creímos que jugar a las escondidas sería una buena idea, al fin que la tía ya no estaba para prohibirlo.
No creímos que estuviéramos faltando al respeto, pues no estábamos haciendo mucho ruido, y procurábamos no correr, pero aun así algo nos estaba incomodando, como si las paredes tuvieran ojos. Sentíamos una mirada al final de cada pasillo, y dentro de cada habitación oscura.
Fue fácil suponer que esto se debía al ambiente lúgubre que tenía la casa, especialmente en aquel dia.
Recuerdo que mientras jugábamos, a todos nos pareció ver una sombra al fondo de alguna habitación, algún reflejo borroso en algún espejo, o hasta siluetas detrás de los muebles en medio de la oscuridad.
Estábamos muy incómodos, así que decidimos dejar de jugar, claro, no sin antes tener una última ronda.
Le toco a mi hermano menor contar hasta 30 para darnos tiempo para escondernos. La única regla era que no se valía escondernos en la sala con los padres, así estábamos limitados a las habitaciones, closets y estudios. La zonas anteriormente restringidas.
Yo corrí a esconderme a la habitación de mi abuela, pues era la única con la que ya estaba familiarizado y me oculté dentro del ropero. Estaba agitado por correr, pero intentaba controlar mi respiración para no hacer ruido y evitar que me encontraran.
Deje las puertas del mueble entreabiertas para ver si mi hermano entraba a la habitación.
Me acomode entre los abrigos y las prendas que colgaban en el ropero. Debieron haber pasado más de 5 minutos sin que nadie me encontrará cuando escuche un sonido que tenía que ser imposible.
Recuerdo oír claramente tres golpes en el marco de la puerta... casi sonaba como el anillo de la tía Esther chocando contra la madera.
Eche un vistazo por la rendija que dejé abierta entre las puertas del ropero para ver qué era lo que había sonado, pero no había nadie en el marco. Supuse que había sido uno de mis primos queriéndome asustar golpeando el marco con una moneda o algo por el estilo. Una broma de mal gusto en aquel momento dadas las circunstancias en las que estaba envuelta la familia, pero mientras me volvía a acomodar lo escuché de nuevo: tres golpecitos cortos en el marco de la puerta de la habitación. Me quede paralizado. Igualmente me llamó mi atención que no podía escuchar a ninguno de mis primos, ni a mis hermanos, como si todos se hubieran ido. Tampoco podía escuchar el ruido en la sala de mis papás, mis tíos y los demás familiares en la reunión.
Entonces escuche el crujir del piso de madera cerca de mi, varias veces. Eran pisadas que se dirigian hacia dentro del cuarto. Después el ruido continuó, pero se amortiguó debajo de la alfombra de la habitación. Más pasos. Cada vez más cerca de mi. Estaba paralizado, acorralado dentro de ese viejo ropero.
El rechinar del suelo se detuvo, más no tuve paz. Quede a la espera de que algo más sucediera en completo silencio. Contuve el aliento por unos instantes, cuando los golpes volvieron, esta vez, desde adentro del ropero.
El miedo se apoderó de mí. Sentí cada vello de mi cuerpo erizarse mientras mi corazón latía como si se me fuera a salir del pecho. Sin pensar abrí las puertas para regresar corriendo con mis padres pero apenas puse un pie afuera del ropero, sentí un fuerte golpe en mi rostro que me derribó justo en el momento que abría mi boca para gritar por ayuda. Mi mejilla ardía como si me hubieran golpeado con una tabla de madera y deje de sentir la mitad de mi rostro, pero la adrenalina que recorría mi cuerpo hizo que me levantara para regresar corriendo a la sala.
Al salir de la habitación de mi abuelita, que estaba al final del pasillo principal me encontré con una oscuridad penetrante, fuera de lo normal. Una oscuridad que no creía que sería posible dentro de un hogar, y tal como lo había pensado, la casa estaba desierta. No había ni un alma cerca de mí. Quería correr en dirección a la sala pero el miedo de volver a ser reprendido por ello me detuvo, así que comencé a caminar con cautela.
Mientras me guiaba tocando las paredes y las puertas con las yemas de mis manos en dirección a la sala, buscando la salida de aquella penumbra, parecía que estaba jugando a las escondidas de nuevo, pero ahora temía ser descubierto, o ser yo quien me encontrara con... ella.
No había dado más de trece pasos, cuando escuché el tararear de la tía. Me detuve en seco. El eco en los pasillos dificultaba detectar de donde provenía la macabra melodía, pero tenía la sensación de que estaba detrás de mí. Miré por encima de mi hombro más no vi nada más que la negrura que reinaba en aquel pasillo. Segui dando pasos lentos pero firmes hacia adelante, sin despegar mis manos de los muros que en ese momento eran mis únicos aliados. Tentando el tapiz descarapelado y antiguo, llegué a la esquina de la pared. Solo tenía que dar vuelta hacia la derecha, avanzar un poco más para dar vuelta a la derecha de nuevo y así salir de ese pasillo eterno y estar a salvo con mis padres. Pero al hacerlo, tendría que ver de frente la habitación de la tia Esther por unos instantes.
Me asomé desde atrás del muro con todo el valor que pude juntar. Miré directamente hacia su puerta abierta, y al no ver nada salí de mi escondite y camine tan rápido como pude para estar el menor tiempo posible en frente de ese umbral. La luz proveniente de la sala y del comedor iluminaba pobremente la otra parte del pasillo, pero era lo que necesitaba para darme esperanzas. No estaba a menos de 3 pasos de dar vuelta de nuevo, cuando una sombra se proyectó en el piso, avanzando hacia la puerta abierta, como si viniera de la sala.
No alcancé a reaccionar, no pude regresar sobre mis pasos para esconderme de nuevo detrás de la esquina de la pared. Me quedé petrificado de miedo al verla directamente.
La tía Esther estaba caminando por el pasillo, tan erguida como siempre, con sus manos juntas por delante de ella, con su rostro inmutable, y su ceja arqueada, dirigiéndose hacia sus aposentos. Dirigió su mirada fría por unos instantes hacia mí antes de que su alta figura se adentrara en su habitación, perdiéndose en la negrura. Una vez dentro, sentí su rostro, en medio de toda esa oscuridad, mirándome de vuelta, aun sin que yo pudiera verlo, antes de que su puerta se cerrara lentamente ante mis ojos.
Cuando regrese a la sala, los demás ya estaban ahí, todos teníamos una marca roja en la mejilla. Parecía que los adultos no la vieron, pues seguían actuando como si nada, pero en contraste, todos nosotros habíamos sido víctimas una vez más de los castigos de la ahora difunta tía Esther.
Entendimos que esa seguía siendo su casa. y había que tratarla con más respeto ahora. Las pocas ocasiones en que volvimos, procuramos no alejarnos de nuestros padres, ni de la sala de estar, y, sobre todo, procuramos ser lo más silenciosos posible.
Esto no significa que no la hayamos vuelto a ver, pero esas son historias para otra ocasión.
En especial después de lo que estoy por contarles.
Se trata de mi tía abuela, una señora ya grande, de unos ochenta y tres años al día de su muerte, muy alta y delgada como toda la familia de mi mama, siempre me pareció increíble que aun a esa edad midiera más del metro con ochenta. Pero además de su altura, había otros aspectos de ella que imponían temor: tenía un semblante serio en su rostro todo el tiempo, como si odiara a todo y a todos a su alrededor. Su nariz era delgada y respingada. Solía usar labial rojo en un tono opaco en sus delgados labios arrugados y mucha sombra sobre sus ojos, haciendo juego con sus pronunciadas ojeras. Sus pómulos eran altos, y siempre se peinaba con un chongo restirado que solo enfatizaba los aspectos macabros de su rostro.
Siempre vestía un vestido color vino con mangas largas, puños con olanes, y cuello alto. Tenía un rosario de madera que usaba como collar y un anillo de rubí en la mano derecha. La recuerdo paseando por los pasillos de la casa cual capataz de una prisión, tarareando una tétrica canción.
Mi mamá dice que desde que su tía enviudó, se quedó sola y se amargo. A raíz de su soledad, mi abuela, también viuda, se mudó con ella, por lo que terminaron viviendo juntas por el resto de sus vidas. Esto significa que para visitar a mi abuela, teníamos que ir a casa de la tía Esther.
No eran visitas que disfrutaramos mucho. Había muchas reglas que acatar en esa antigua casa, donde los pisos de madera rechinaban, las puertas se atoraban y las paredes crujían. Si bien mi abuelita no era estricta y siempre fue muy amorosa, su hermana era todo lo contrario. Nos prohibía a mí, a mis hermanos y a mis primos hacer mucho ruido, o correr por los grandes pasillos. Incluso algunas habitaciones estaban fuera de nuestro alcance, y si la tía Esther nos encontraba rompiendo una de aquellas múltiples reglas, nos propiciaba un castigo. Uno físico.
Primero, la tía se paraba en la puerta y usaba su anillo para tocar fuertemente en el marco tres veces, anunciando su presencia.
No era de muchas palabras, por lo que se limitaba a sujetarnos del hombro con su mano izquierda y darnos una cachetada con la derecha, dejando una marca roja en nuestras mejillas.
Tal vez sea por estas desagradables experiencias que cuando recibimos la noticia de que había fallecido de un paro respiratorio en su cama, no nos entristecimos...
El servicio funerario fue en la casa, ahora solamente de mi abuelita. Los nietos no teníamos más de 12 o 13 años, pero aun así estuvimos presentes. Después del servicio se sirvió la cena en el comedor y en la sala. Los más jóvenes creímos que jugar a las escondidas sería una buena idea, al fin que la tía ya no estaba para prohibirlo.
No creímos que estuviéramos faltando al respeto, pues no estábamos haciendo mucho ruido, y procurábamos no correr, pero aun así algo nos estaba incomodando, como si las paredes tuvieran ojos. Sentíamos una mirada al final de cada pasillo, y dentro de cada habitación oscura.
Fue fácil suponer que esto se debía al ambiente lúgubre que tenía la casa, especialmente en aquel dia.
Recuerdo que mientras jugábamos, a todos nos pareció ver una sombra al fondo de alguna habitación, algún reflejo borroso en algún espejo, o hasta siluetas detrás de los muebles en medio de la oscuridad.
Estábamos muy incómodos, así que decidimos dejar de jugar, claro, no sin antes tener una última ronda.
Le toco a mi hermano menor contar hasta 30 para darnos tiempo para escondernos. La única regla era que no se valía escondernos en la sala con los padres, así estábamos limitados a las habitaciones, closets y estudios. La zonas anteriormente restringidas.
Yo corrí a esconderme a la habitación de mi abuela, pues era la única con la que ya estaba familiarizado y me oculté dentro del ropero. Estaba agitado por correr, pero intentaba controlar mi respiración para no hacer ruido y evitar que me encontraran.
Deje las puertas del mueble entreabiertas para ver si mi hermano entraba a la habitación.
Me acomode entre los abrigos y las prendas que colgaban en el ropero. Debieron haber pasado más de 5 minutos sin que nadie me encontrará cuando escuche un sonido que tenía que ser imposible.
Recuerdo oír claramente tres golpes en el marco de la puerta... casi sonaba como el anillo de la tía Esther chocando contra la madera.
Eche un vistazo por la rendija que dejé abierta entre las puertas del ropero para ver qué era lo que había sonado, pero no había nadie en el marco. Supuse que había sido uno de mis primos queriéndome asustar golpeando el marco con una moneda o algo por el estilo. Una broma de mal gusto en aquel momento dadas las circunstancias en las que estaba envuelta la familia, pero mientras me volvía a acomodar lo escuché de nuevo: tres golpecitos cortos en el marco de la puerta de la habitación. Me quede paralizado. Igualmente me llamó mi atención que no podía escuchar a ninguno de mis primos, ni a mis hermanos, como si todos se hubieran ido. Tampoco podía escuchar el ruido en la sala de mis papás, mis tíos y los demás familiares en la reunión.
Entonces escuche el crujir del piso de madera cerca de mi, varias veces. Eran pisadas que se dirigian hacia dentro del cuarto. Después el ruido continuó, pero se amortiguó debajo de la alfombra de la habitación. Más pasos. Cada vez más cerca de mi. Estaba paralizado, acorralado dentro de ese viejo ropero.
El rechinar del suelo se detuvo, más no tuve paz. Quede a la espera de que algo más sucediera en completo silencio. Contuve el aliento por unos instantes, cuando los golpes volvieron, esta vez, desde adentro del ropero.
El miedo se apoderó de mí. Sentí cada vello de mi cuerpo erizarse mientras mi corazón latía como si se me fuera a salir del pecho. Sin pensar abrí las puertas para regresar corriendo con mis padres pero apenas puse un pie afuera del ropero, sentí un fuerte golpe en mi rostro que me derribó justo en el momento que abría mi boca para gritar por ayuda. Mi mejilla ardía como si me hubieran golpeado con una tabla de madera y deje de sentir la mitad de mi rostro, pero la adrenalina que recorría mi cuerpo hizo que me levantara para regresar corriendo a la sala.
Al salir de la habitación de mi abuelita, que estaba al final del pasillo principal me encontré con una oscuridad penetrante, fuera de lo normal. Una oscuridad que no creía que sería posible dentro de un hogar, y tal como lo había pensado, la casa estaba desierta. No había ni un alma cerca de mí. Quería correr en dirección a la sala pero el miedo de volver a ser reprendido por ello me detuvo, así que comencé a caminar con cautela.
Mientras me guiaba tocando las paredes y las puertas con las yemas de mis manos en dirección a la sala, buscando la salida de aquella penumbra, parecía que estaba jugando a las escondidas de nuevo, pero ahora temía ser descubierto, o ser yo quien me encontrara con... ella.
No había dado más de trece pasos, cuando escuché el tararear de la tía. Me detuve en seco. El eco en los pasillos dificultaba detectar de donde provenía la macabra melodía, pero tenía la sensación de que estaba detrás de mí. Miré por encima de mi hombro más no vi nada más que la negrura que reinaba en aquel pasillo. Segui dando pasos lentos pero firmes hacia adelante, sin despegar mis manos de los muros que en ese momento eran mis únicos aliados. Tentando el tapiz descarapelado y antiguo, llegué a la esquina de la pared. Solo tenía que dar vuelta hacia la derecha, avanzar un poco más para dar vuelta a la derecha de nuevo y así salir de ese pasillo eterno y estar a salvo con mis padres. Pero al hacerlo, tendría que ver de frente la habitación de la tia Esther por unos instantes.
Me asomé desde atrás del muro con todo el valor que pude juntar. Miré directamente hacia su puerta abierta, y al no ver nada salí de mi escondite y camine tan rápido como pude para estar el menor tiempo posible en frente de ese umbral. La luz proveniente de la sala y del comedor iluminaba pobremente la otra parte del pasillo, pero era lo que necesitaba para darme esperanzas. No estaba a menos de 3 pasos de dar vuelta de nuevo, cuando una sombra se proyectó en el piso, avanzando hacia la puerta abierta, como si viniera de la sala.
No alcancé a reaccionar, no pude regresar sobre mis pasos para esconderme de nuevo detrás de la esquina de la pared. Me quedé petrificado de miedo al verla directamente.
La tía Esther estaba caminando por el pasillo, tan erguida como siempre, con sus manos juntas por delante de ella, con su rostro inmutable, y su ceja arqueada, dirigiéndose hacia sus aposentos. Dirigió su mirada fría por unos instantes hacia mí antes de que su alta figura se adentrara en su habitación, perdiéndose en la negrura. Una vez dentro, sentí su rostro, en medio de toda esa oscuridad, mirándome de vuelta, aun sin que yo pudiera verlo, antes de que su puerta se cerrara lentamente ante mis ojos.
Cuando regrese a la sala, los demás ya estaban ahí, todos teníamos una marca roja en la mejilla. Parecía que los adultos no la vieron, pues seguían actuando como si nada, pero en contraste, todos nosotros habíamos sido víctimas una vez más de los castigos de la ahora difunta tía Esther.
Entendimos que esa seguía siendo su casa. y había que tratarla con más respeto ahora. Las pocas ocasiones en que volvimos, procuramos no alejarnos de nuestros padres, ni de la sala de estar, y, sobre todo, procuramos ser lo más silenciosos posible.
Esto no significa que no la hayamos vuelto a ver, pero esas son historias para otra ocasión.
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